Memorial y llaves



 ¡Dadme un sueño de ojos abiertos,
un muro donde caer arrodillado!

Mi sangre está llena de islas,
mis párpados de anunciaciones y agonías.
¡Pero en mi corazón no cabe un dolor más!

Mi piel está llagada por dentro.
Me han cercado los fantasmas del terror y del sueño.
¡Ay, crueles vigías, liberadme
y tú, río del amor, dóname ya la pura
quietud de tus anillos!
¡A mí, que nada poseo
sino las mortajas que nos deja el sueño
los silicios del hambre y del asombro!

Pues atravesé la noche en busca de otros mundos.
Y no encontré nada sino bestias degolladas ensangrentando los caminos.
Nada sino pájaros heridos en los mudos tejados
y niños que morían sin alcanzar el velero de sus sueños,
apostados frente a tierras baldías que desde los pies los devoraban.
Y contra ellos lanzaban los lobos del silencio
y los puñales del abismo que una mano invisible blandía.
Cada vez que sus cantos llenaban la mañana
con corales de júbilo y espera.

¡Ven, dulce muerte de ropaje benigno y ardientes instrumentos!
Porque no encontré nada sino a Ti
en la víspera de cada viaje.
Y en el error de todo tumulto.

Tú llenabas el paisaje de la sierra y las vastas columnas de los ríos.
¡Tú, gran liberadora, y tu ojo de piedra clavado en las ventanas!
¡Ven! quiero que veas a tu huésped desnudo de recursos.
Voy a tender hacia ti las mismas manos que tu santa ceniza recibieron.

Voy a darte mi sed y mi agonía
y los libros de mi redención y mi locura
y las palabras con que nombré tu reino para alcanzar los límites
que el hombre siempre anhela sin lograr sus esencias.
¡Ven, leve viajera y quédate
en tu ligero corcel de plata volando en mis jardines!
Voy a darte mi vida a cambio de los sellos que me cubran el alma.
Y del postrer licor que me moje los labios.
Voy a darte este cuerpo y estos huesos
que hondas hachas hirieron negándome el reposo.


Carlos de Rokha

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