¿Para qué el vino, amigos míos,
si allí la luna, en las aguas, ebria, se despliega?
Id a la orilla, y sed de ella, dulcemente enajenada
en su propio vals antiguo
de velos de silencio que se igualan al fin, tenues, a la arena...
Sed de ella que ya el eucaliptus está en ella, más pálido.
Y acaso, acaso, un momento perdidos, amigos míos,
os encontraréis de la mano, luego, en el centro de la danza profunda,
figuras intercambiables e increíblemente ligeras, al cabo, de la danza...
¿Para qué el vino, entonces, si así seríais más ligeros?
Juan L. Ortiz
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