La eternidad de la vida

Versos dedicados a mi amigo Juan León Mera
I

Cosas son muy ignoradas
y de grande oscuridad
aquellas cosas pasadas
en la horrenda eternidad,
por hondo arcano guardadas.

¿Quién pudo nunca romper
de la muerte el denso velo?
¿Quién le pudo descorrer,
y en verdad las cosas ver
que pasan fuera del suelo?

Que por fallo irrevocable
padecemos o gozamos
los que a otro mundo pasamos,
es cuanto de este insondable
alto misterio alcanzamos.

Si medir nuestra razón
procura, ¡oh eternidad!,
tu ilimitada extensión,
¡qué flacas sus fuerzas son
para con tu inmensidad!

Sube el águila a la altura
del vasto, infinito cielo;
medirle quiere de un vuelo;
mas, toda su fuerza apura,
y baja rendida al suelo.

Así el loco pensamiento
se encumbra a medirte audaz;
mas se apure su ardimiento,
y abate el vuelo tenaz
al valle del desaliento.


II

En verdad que da tormento
este funesto pensar:
¿En qué vienen a parar
esas vidas que sin cuento
vemos a la tumba entrar?

En la tumba, de los seres
precisa fin pavorosa,
remate así de placeres
como de los padeceres
de esta vida trabajosa.

En la tumba, oscura puerta
cuya misteriosa llave
vuelve con la mano yerta
la muerte; playa desierta
de donde zarpa la nave,

de la vida a navegar
con brújula y norte inciertos
en no conocida mar,
mar sin fondo, mar sin puertos,
ni ribera a do abordar.


III

¿Qué es morir? ¿Qué es la muerte? «Oscura nada,
triste aniquilación», dice el ateo.
¿Todo ser en la tumba se anonada?
¡Error, funesto error! Yo en ti no creo.

Si este que siento en mí soplo divino
dentro la huesa en polvo se convierte;
si la esperanza de inmortal destino
se disipa en las sombras de la muerte;

fuera entonces de Dios dádiva inútil
esta triste existencia de un momento,
que se disipa como un sueño fútil,
o como el humo vano en vano viento.

¿A qué este don de penas y quebranto?
¿A qué darnos la vida, conducirnos
por un desierto de dolor y llanto,
y para siempre al cabo destruirnos?

¡No puede ser! El hombre desdichado,
de gusanillo que se vio en el suelo,
en mariposa angélica trocado,
de la lóbrega tumba vuela al cielo.


IV

Y ¿a dónde va quien deja nuestro mundo?
¿A dónde el que en tu sombra, muerte, escondes?
¡Jamás a esta pregunta, tú, profundo
silencio de la tumba, me respondes!

¿Sus lazos terrenales se desatan?
¿Se acuerda del humano devaneo,
o todos sus recuerdos arrebatan
las soporosas ondas del Leteo?

¿Está por dicha con la eterna unida
esta rápida vida que se acaba?
¿O allá el amigo la amistad olvida,
y el amante también lo que adoraba?


El amor, la amistad ¿son vanos nombres
que borra el soplo de la muerte helada?
¿Del alma, que no muere de los hombres,
son ilusión no más, sombras de nada?


V

Oigo una voz que eleva el alma mía,
voz de inmortal y de celeste acento:
«¿Qué a mí, la muerte ni la tumba fría?»,
dice hablando secreta al pensamiento;

«¿Piensas que la segur que hace pedazos
»las cadenas que al cuerpo sujetaron
»mi esencia divinal, los demás lazos
»rompe también, que al mundo me ligaron?

»¿Piensas que del amor, que fue mi vida
»en la vida del mundo, me despojo
»estando al otro mundo de partida,
»cual de la arcilla que a la tumba arrojo?

»¡No! No es capricho de la carne impura
»la amistad, o de amor la llama ardiente;
»del espíritu si la efusión pura,
»y el espíritu vive inmortalmente.

»Y así a la eternidad lleva consigo,
»cuando abandona su terrestre estancia,
»amor de amante, o amistad de amigo,
»sujetos nunca más a la inconstancia».


VI

Sí, ¡dulce voz! Cuanto me anuncias creo;
quien en ti cree espera y vive en calma,
seas la voz mentida del deseo,
o la voz del oráculo del alma.

Triste de aquel que los oídos cierra,
y cierra el corazón a tu consuelo.
¿Qué tendrá el infeliz acá en la tierra,
si la esperanza le faltó del cielo?

Noche será su triste pensamiento
que el negro ocaso ve, mas no la aurora;
en su pecho la muerte hará aposento,
anticipada a la postrera hora.

Que será como sombra ver la vida,
como sombra el placer que llega y pasa;
ver la dicha en el mundo tan medida,
¡y no esperarla alguna vez sin tasa!...

Sí, ¡profética voz! tu acento tierno
llega a mi corazón, consolatorio;
tú en la muerte el placer pintas eterno,
y el dolor en la vida transitorio.

Por ti el amor que aquí se desvanece
cual tierna flor que se deshoja al viento,
más allá de la muerte reflorece
de las eternas auras al aliento.

Tú la dicha nos pintas duradera,
y la gloria del cielo en lontananza,
borrada del sepulcro la barrera,
y trocada la muerte en esperanza...

¡Bella esperanza! cuando ya cercano
me hallare yo a la tumba apetecida,
mis ojos cerrará tu dulce mano,
y olvidaré el tormento de la vida.

 
 
Julio Zaldumbide Gangotena

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