Yo no sé.
Yo me heredo insondable de memorias y olvidos.
Me voy diciendo a golpes de inocencia y coraje,
cuando comulgo al fondo de las genealogías
como el azar, adrede,
cuando conquisto el riesgo de las levitaciones,
cuando mi mesa tiembla al roce de algún sismo
que llega de los astros.
O en el sagrado colmo
percibo la venia de unos dioses avaros de sus claves.
Cuando alcanzo de pronto
los cimientos del verbo, la equidad fidedigna,
mi constancia unitaria.
Entonces
yo canto lo que escribo
y escribo en código de plata lo que voy cantando,
a ciegas, a ráfagas videntes del mundo y el trasmundo,
como quien caza orquídeas,
mariposas o revelaciones, leyendas de las profundidades;
convoca sus atributos, sus pertenencias íntimas y fieles,
se identifica con la edad sin tiempo
de una efemérides que no se sabe, pero se sabe;
acaso
cierta memoria de una ordalía que ya está en las células,
que ya está en el magma oscuro
de donde irrumpen ciertas imágenes clandestinas,
arduos indicios
que nos perturban con sus mensajes de lo irrevelado.
Y ese escozor, esa ardentía, no sé,
del aire,
ese avenar de iridio magnético del espacio
que se percibe, a veces, como un escalofrío de la sustancia
en trance de inducción nocturna;
ese instrumento mítico de electrones
igual a tábanos
como partículas de jaspe frío,
que a veces
cuando el registro de lo eterno se aguza en nuestra médula,
se oye pulsar —al sesgo de la medianoche,
nítido ahora,
bajo el inmenso puente curvo
todo escarchado de estalactitas reverberantes.
Mientras emana espíritu,
luz de la materia en celo, la rosa densa de la tierra,
sonámbula, hechizada.
Jorge Enrique Ramponi
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