Por la Casa de Campo
y el Manzanares
quieren pasar los moros.
¡No pasa nadie!
Murieron como todos los niños sin preguntar de qué y por qué morían.
A las 10 de la noche los aviones negros arrojaron bengalas como en la verbena.
Al espía que hizo señales desde una ventana le agujerearon el cráneo.
La muerte, con traje de luces, dio varias vueltas por la ciudad.
A las 10 y 2 minutos un estruendo redondo siguió a cada silbido.
Los tranvías se lanzaron a la carrera y un espacial azul agonizante.
El primer muerto falso fue un maniquí desvelado amarillo.
Todos los grifos de la ciudad fueron abiertos, todos los vidrios se arrugaron.
El espía apretaba en su mano un plano del Museo y un trabuco.
En las mansiones incautadas los señores de los óleos parecían decir: “No nos dejéis”.
Los periodistas extranjeros hicieron cola para ver a la primera señorita muerta.
Los pianos cerrados de pronto con el ruido del féretro desplomado,
el olor del jardín mezclado al del humo y la carne chamuscada,
el hombre que precisamente a esa hora va en busca de la comadrona,
la estatua sin cabeza con un letrero que decía Peluquero de Señoras,
el ladrido de los perros más solo que nunca al fondo de
los corredores,
todo pasó rápidamente, como en el cine, cuando aún se
oía el zumbido de la avispa gigante.
Los niños muertos por juguetes, asesinados por grandes mecanos armados,
con los que ellos soñaban cada noche, fueron recogidos al alba sin mercados,
sin máscaras sueltas, sin churros, sin canciones (fue la primera vez),
sin caballos blancos, sin manicuras, sin timbres de relojes,
entre ambulancias,
linternas, sábanas, delegados del gobierno, funebreros y vírgenes llorando.
La sangre de los primeros niños muertos corrió toda la noche.
Cada niño tenía un número sobre el pecho, el 7, el 9, el 104, el 1,
pero la sangre corrió y se hizo río y fue una sola entonces,
la primera que corrió por los canales del sobresalto y el rencor.
En la tierra por ella regada en la noche creció la rosa de la pólvora,
la rosa que hoy vigila las puertas de Madrid y cuando se acerca la avispa
lanza contra ella sus furiosos pétalos junto a los hombres que sonríen,
a nuestros bravos soldados que sonríen porque saben por qué pelean y mueren.
A las 10 de la noche los aviones negros arrojaron bengalas como en la verbena.
Al espía que hizo señales desde una ventana le agujerearon el cráneo.
La muerte, con traje de luces, dio varias vueltas por la ciudad.
A las 10 y 2 minutos un estruendo redondo siguió a cada silbido.
Los tranvías se lanzaron a la carrera y un espacial azul agonizante.
El primer muerto falso fue un maniquí desvelado amarillo.
Todos los grifos de la ciudad fueron abiertos, todos los vidrios se arrugaron.
El espía apretaba en su mano un plano del Museo y un trabuco.
En las mansiones incautadas los señores de los óleos parecían decir: “No nos dejéis”.
Los periodistas extranjeros hicieron cola para ver a la primera señorita muerta.
Los pianos cerrados de pronto con el ruido del féretro desplomado,
el olor del jardín mezclado al del humo y la carne chamuscada,
el hombre que precisamente a esa hora va en busca de la comadrona,
la estatua sin cabeza con un letrero que decía Peluquero de Señoras,
el ladrido de los perros más solo que nunca al fondo de
los corredores,
todo pasó rápidamente, como en el cine, cuando aún se
oía el zumbido de la avispa gigante.
Los niños muertos por juguetes, asesinados por grandes mecanos armados,
con los que ellos soñaban cada noche, fueron recogidos al alba sin mercados,
sin máscaras sueltas, sin churros, sin canciones (fue la primera vez),
sin caballos blancos, sin manicuras, sin timbres de relojes,
entre ambulancias,
linternas, sábanas, delegados del gobierno, funebreros y vírgenes llorando.
La sangre de los primeros niños muertos corrió toda la noche.
Cada niño tenía un número sobre el pecho, el 7, el 9, el 104, el 1,
pero la sangre corrió y se hizo río y fue una sola entonces,
la primera que corrió por los canales del sobresalto y el rencor.
En la tierra por ella regada en la noche creció la rosa de la pólvora,
la rosa que hoy vigila las puertas de Madrid y cuando se acerca la avispa
lanza contra ella sus furiosos pétalos junto a los hombres que sonríen,
a nuestros bravos soldados que sonríen porque saben por qué pelean y mueren.
Raúl González Tuñón
en La muerte en Madrid
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