La piedra rota


I
 
Únicamente con la flor del viento,
con los restos de un sello y el principio,
se puede hacer andar la triste piedra
cuya rueda es un ojo alucinante,
un infinito y largo mecanismo,
un río corporal, desmenuzado,
una razón donde se filtra el oro,
la vejez, el amor, el tiempo mismo
con sus moleculares estructuras.

Es la piedra más rota la que canta;
piedra del hombre, gota donde sudan
los granos de la luz, los esqueletos
del aire, las miserias escondidas,
los relámpagos negros, y esos tantos
alfileres que abundan en la sangre
de la cautividad, viva entre larvas,
entre fosilizadas primaveras
donde las marcas se reconocían
por el olor violeta del leproso,
y a veces por un ruido, por el roce
de un molar en el hueso de los días.

Si, la piedra más rota es la que espera.
Adentro de su cascara de sílex,
de su piedad rugosa, de su esfuerzo,
la más rota y extraña piedra sangra
con libertad desconocida y sola.

No es infantil usarla como punto,
como perforación del universo,
como inicial audaz para encontrarse
con la muerte de golpe, con un sueño
microscópico y fiel a las estrellas,
o a lo mejor, con la pregunta inmensa
que el ladrón descubrió cuando en el frío
dejó correr sus manos por la barba
reseca de parásitos y escamas.

Es muy posible que se le conozca
recién mañana, cuando se coordinen
los pájaros genéticos, los niños,
las cosas más triviales y la dura
comunidad del hombre con su vida.

Y si no fuera así, que los cantores
sean ajusticiados nuevamente,
vejados, escupidos en el cuello,
envilecidos hasta que, de pronto,
la más rota y valiosa piedra caiga
entre nosotros, inaudible y pura,
resuelta ya por el dolor, abierta
como una cruz mortal sobre el abismo.

Roberto Themis Speroni

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